Ignacio
era de una claridad mental impresionante. Sus charlas o clases o disertaciones
o retiros eran de una profundidad grandiosa. Todas ellas cargadas del propio
testimonio y amor de Cristo, su gran Maestro, de quien se “enamoró” desde que
era niño. Pues, venía de una familia muy devota de Jesús y María.
Era
un sacerdote súper amigable, cercano, empático, una gran confesor y orientador
de los jóvenes. Con su caminar lento, pero decidido y fuerte en sus luchas
internas. Había “domado” un carácter irascible con el paso de los años. Tenía
las “marcas” de sus batallas espirituales. Un gran soldado de Cristo, al estilo
de Ignacio de Loyola.
Tenía
una gran sublimidad cuando hablaba de Cristo y de su madre. Había algo especial
en su palabra cuando hablaba de sus inicios en el sacerdocio. De una gran
memoria para improvisar algunos casos para ilustrar sus intervenciones. Siempre
estábamos pendientes de sus argumentos simples, pero, llenos de contenido
espiritual.
Era
un hombre de bien, de una gran personalidad, era lo que el mismo llamaba “un
buen tipo”. Un lenguaje caballeresco, del andante, del aventurero, del que
desafía toda lógica y conducta. Nunca calificaba algo mal hecho, simplemente te
observaba y esbozaba una sonrisa. Sabías que no iba a juzgarte.
Hombre
de Eucaristía, había comprendido el amor de Cristo en su vida. Vivía toda
Eucaristía. Era la simpleza del compartir a Cristo en sus manos como amigo y
Maestro. Daba a Cristo. Vivía a Cristo. Amaba a Cristo. Se identificaba con
Cristo. Dio su vida por Cristo. Porque fue su única manera de entender lo
eterno hecho pequeño en sus hermanos.
Bendiciones
hasta la eternidad grande sacerdote de Cristo.